martes, 27 de mayo de 2014

Sobre José Hierro / J. H. en la cafetería

Como casi todos, yo empecé a leer poesía en el instituto, en mi caso de la mano de Julio Huélamo (otro J.H.), mi excelente profesor de literatura. Pero no fue hasta algo después que adquirí mi primer poemario, al margen de exigencias del curso. En la Feria del libro de 1998 vino a casa conmigo "Cuaderno de Nueva York", el último poemario que Hierro escribió, el primero de sus libros en caer en mis manos. A partir de ese momento me hice un hierrista convencido, y fue así que le pedí, en una visita a Alcalá que hizo en 2001, ya casi sin voz, acompañado de su bombona, que me firmara, no un libro, sino un poema del Libro de las alucinaciones, "Acelerando".

Para Carlos, Alcalá 2001; y esa firma que tanto me recuerda a los dibujos y apuntes de Chillida.

Me acuerdo de él en estos días en que pienso tanto en el paso del tiempo, en que una nueva Feria del Libro se acerca, y pienso en la única oportunidad que tuve de devolverle el gesto: unos años después, trabajando como profesor en la Escuela de la cárcel de Alcalá-Meco, hubo que decidir cómo llamar al centro, pues desde unos meses atrás funcionaba como CEPA (Centro de Educación para Personas Adultas) independiente de la de Alcalá. Tras una breve exposición de motivos convencí a mis compañeros de que el nombre de un Premio Cervantes que había pasado por la cárcel era más que adecuado para esa escuela, que desde entonces se llama CEPA José Hierro.

Termino esta entrada atípica con el poema que, también hacia 2001, escribí para él, que nunca lo leerá.

J. H. EN LA CAFETERÍA
Ese hombre que escribe en un café y asusta
con su frente trabada de surcos y sus ojos
trabados de miradas
acaso no sea más que un ceñudo labrador que traza
palotes sin sentido en una servilleta
de papel, o acaso
sea un tosco albañil rellenando
una quiniela desesperanzado con aspas de molino
o acaso sea el poeta.
Asusta el hombre con sus cejas abarquilladas
y sus orejas de soplillo, aladas
y a los lados de la cabeza rala;
asusta con sus manos rugosas
y sus ojeras grises, antifaz.
Pero el hombre que es hombre habla, y entonces
sabemos que es poeta.
Acomoda sus versos en un pobre cuaderno
con tapas de cartón, y entre dulces gruñidos
y tachones de su boli vulgar
da fin a otra canción
universal de rabia e impaciencia.
Se ajusta una alpargata el hombre, y marcha
camino de su casa, caminando Madrid.
Antes de irse saluda; es un buen hombre
el poeta Pepe Hierro.


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